Comencé ayer por la mañana a recoger entre los hilos de seda que va dejando la memoria todos aquellos minutos (apenas ningún momento llega a sobrepasar una hora) que me harán falta, estoy segura, en ese territorio de lluvias escasas donde las grietas van recibiendo poco a poco cada centímetro de camino andado. Los recojo con sumo cuidado, los distingo porque hay una leve punzada en el corazón y luego una sensación de ahogo, como si respiraras palabras o imágenes en vez de aire. Los recojo y los perfumo con el aroma de la casa, los peino sin ralla con el pelo rubio alborotado y los contemplo unos instantes para fijarme bien en cada detalle. Luego toca envolverlos, utilizo entonces la música de la calle , la del sonido de cada garganta, la de la lavadora al centrifugar, la de Rubén contando cosas a gritos a Oscar, la de la madrugada entre sudor y pesadillas infantiles. Ato bien fuerte las notas con un poco de esa luz que vi brillar en los ojos de mis hijos recién abiertos al mundo, todavía húmedos y tibios sobre mi vientre. Y para acabar los uno los unos a los otros con mucho amor, de ese que llena todos los días mi taza de desayuno rodeada de otras dos y que no sé de donde viene pero el caso es que siempre esta allí por la mañana.
Tengo la esperanza de poder llevar este fardo conmigo y utilizarlo cuando ya los días no hablen ni huelan a nada.
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